Un sol que no perdona a los pobres, un viejo camión estilo jeep destartalado y 15 personas llenas de miedo y nervios conforman la escena en el árido paisaje de la Guajira un 8 de febrero de 2016.
Jonecse Porras, la joven de 26 años que ese día cumple dos meses de casada sólo piensa en llegar a Maicao para que acabe pronto la pesadilla, mientras que, con cada salto del camión, el calor y las paradas súbitas, sus nervios se alteran.
—Bájense del vehículo, que los guardias nacionales necesitan ver sus maletas —dijo el conductor.
Este era el tercer retén que pasaban y ella ya sabía lo que venía.
—Si quieren seguir viajando, recojan entre todos, un millón de Bolívares —mencionó un guardia después de requisar las maletas.
La pareja de turistas chinos que iban con ella y su esposo no entendían el idioma, pero los ayudantes del conductor se encargaban de explicarles que debían aportar una cuota si querían continuar por la trocha de Paraguachón y salir de Venezuela.
Jonecse y su esposo aportan su parte y entre todos logran reunir el millón que estaban pidiendo. Suben nuevamente al camión con una punzada en el pecho por la corrupción de los guardias de su amada Venezuela y se preparan mentalmente para la hora de viaje que les falta hasta llegar a Maicao.
El pasaje les había costado 10 millones de bolívares por persona, en ese tiempo, casi 300 mil pesos colombianos por sólo dos horas y media de viaje llenas de terror, en un camión con más pasajeros de lo permitido y por una carretera accidentada, bajo el seco y solitario paisaje guajiro.
Llegó nuevamente otro momento de miedo, se encontraron con el retén y continuaron con el angustioso protocolo de bajarse y exponer sus pertenencias. Esta vez, los guardias fueron más ambiciosos y pidieron 5 millones de Bolívares. El esposo de Jonecse la toma de la mano mientras pide preocupado que la cuota sea menor, porque no les alcanza el dinero para seguir con el viaje.
Así mismo todos los pasajeros se quejan, incluyendo una pareja de colombianos a la que le cobran más por tener las cédulas amarillas, que delatan su procedencia.
—Si no tienen el dinero, bajan todas sus maletas y se quedan acá —atizaron los guardias.
La desesperación no se hizo esperar y los suspiros angustiosos llenaron el aire polvoriento con una espesa sensación de arrepentimiento y frustración. Ella y su marido lo dejaron todo en Venezuela para pasar la frontera, vendieron todas sus pertenencias con el único objetivo de llegar a un pueblo llamado Ciénaga de Oro en Córdoba, Colombia, donde él había vivido su infancia. Pero ahora no tenían más escapatoria que quedarse y devolverse a donde nadie los esperaba, ni nada los amarraba.
Lloraron, rezaron y conciliaron con los guardias. Entre todos reunieron Un millón y medio de bolívares y pudieron continuar, sólo para darse cuenta de que no era el último retén ni el último llanto.
Lograron salir de la zona limítrofe, con esfuerzos sobrehumanos y cinco retenes atrás, comprometiendo parte del pasaje que tenían reservado de Maicao hasta Montería, ¡Pero pasaron! Y el aire de tranquilidad que recibieron cuando vieron una comunidad más poblada, pero no menos deprimente, casi los ahoga al darse cuenta de que fueron detenidos nuevamente, pero esta vez ya no eran policías, sino indígenas colombianos.
A lado y lado de la carretera, si es que se le puede llamar así a esa línea de huecos y piedras, se colocaban dos indígenas, bajo un ramaje hecho artesanalmente y sosteniendo una gruesa cadena de hierro que impedía continuar el trayecto.
Esta vez el conductor se baja y sólo les da 50 mil bolívares a la pareja de guajiros. Ellos inmediatamente dejan caer las cadenas y el camión pasa sobre ellas. Jonecse mira desde atrás cómo quienes los detuvieron hace un rato levantan las cadenas y esperan al próximo vehículo para continuar con la rutina.
—A pesar de todo, esta fue la mejor decisión—se dijo a sí misma— mientras veía las chozas guajiras alrededor del camino y pasaban una y otra vez los mini retenes de cadenas, cabuyas o simplemente trapos amarrados a lo largo.
Llegaron a Maicao en unos pocos minutos, pero no pudieron ir directamente a la oficina de Migración para sellar sus pasaportes, ya que no tenían dinero para desplazarse hasta allá y no podían explicar cómo habían entrado al país si estaba cerrada la frontera desde septiembre del año anterior. Se bajaron directamente en la terminal de transporte en busca de un bus que viajara a Montería, pero nadie los quería abordar, porque les faltaban 20 mil pesos para completar el dinero del pasaje.
Entre tanto insistir a los conductores por el miedo a ser deportados, sus súplicas fueron escuchadas por una señora que también se dirigía a Córdoba, pero no a Montería, si no al municipio de Ciénaga de Oro, igual que ellos. Esta mujer les prestó el dinero que les faltaba para viajar, ¡Y llegaron! Después de 25 horas de viaje sentados, con la misma ropa y los bolsillos vacíos, entraron a una región de verdes vivos, humedad sabanera y un río majestuoso que en lo único que se parecía al lugar donde estaban a esa misma hora el día anterior era en el clima, siendo un poco menos caluroso.
Ahora Jonecse y su esposo, ocho meses después, viven en un barrio del sur de Montería, ella, trabajando en peluquería y estética independientemente y él, haciendo y vendiendo arepas, tal vez la única conexión cultural que tienen con su país, en donde no las podían preparar para desayunar por la escasez de la harina. Estas arepas que esperaron 740 kilómetros y 25 horas desde Venezuela para ser hechas en Montería, son actualmente la perfecta representación de la historia y el sacrificio de una pareja enamorada en busca de un mejor futuro en tierras cordobesas.